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LA GUANAIBA

CAPITULO XXV

LA GUANAIBA

Downfelt, liberado ya de la responsabilidad de su último cargamento, como primer paso para comenzar el próximo viaje, reunió a sus tres pilotos de mar con el fin de dar las órdenes para organizar y preparar la bodega para recibir un cargamento de labores de tabaco, formada por cincuenta arpilleras de hoja seca de veinticuatro, cien capotes de hoja seca de doce y doscientos paquetes de hoja seca de Cienfuegos para cargar en los entrepuentes. Además, cien sacas de azúcar, doscientas cincuenta balas de algodón desmotado y cien barricas de ron de caña de azúcar, para los puertos de Vlissingen, La Rochelee y La Coruña, para lo que les dio un tiempo máximo de seis días para dejar el bergantín en condiciones, para recibir y estibar el tan variado cargamento.

Los trabajos en principio consistirían en desmontar todas las celdas que se habían construido a la salida del puerto de Matosinhos, aprovechando los listones de madera sanas, para hacer los cuarteles que servirían para estibar las distintas clases de cargas, posteriormente baldear el interior de los entrepuentes y bodegas para dejarlos secos, con el objeto de eliminar los olores que durante tanto tiempo habían impregnado las maderas del forro interior de entrepuentes y bodega, olores que contaminarían la carga de azúcar y el tabaco principalmente, y seguidamente montar los cuarteles para la estiba de las diferentes cargas y armar las camas y burros para el arriostrado de los toneles.

Los contramaestres de los tres palos, Catón, Mundag y Moncado, al recibir las órdenes de los pilotos, estimaron que el tiempo no sería suficiente, por lo que tendrían que organizar los trabajos, robando horas de descanso a los marineros que tenían bajo sus órdenes, lo que sin duda provocaría su descontento y con seguridad habría que tratar de compensarlos de manera satisfactoria, lo mismo pensaban los carpinteros y el tonelero.

Seguía el Melpómene fondeado a ciento veinte varas del muelle de la batería, con una perspectiva de permanecer fondeado más tiempo del que disponía Downfelt para preparar el buque, ya que haría falta embarcar más listones de los que se podían aprovechar. Esto suponía volver a tener que saltar a tierra, para tratar con los capataces de la “fabrica de bajeles”, que eran los únicos que podrían proporcionar la madera suficiente. Esta vez el Capitán eligió a su primer piloto de mar y al contramaestre del palo trinquete, al turco Catón, que también era un buen negociador, pero impaciente a la hora de intentar cerrar el trato definitivo.

Había que aprovechar la luz de día para por lo menos intentar resolver la falta de madera y poder transportarla a bordo con horas de luz, puesto que, en La Habana en la noche, el único alumbrado era el de las fogatas de caña de la zafra ardiendo en algún callejón o alguna tea colocada en las esquinas de las calles estrechas de La Habana Vieja.

Con el alba, el chinchorro de servicio se descuelga con el pescante del espejo de popa, llevándolo por el costado de estribor, hasta la escala de gato, situada a la altura del palo de mesana, embarcando el Capitán, el primer piloto con el contramaestre Catón y yo como el grumete, de ayuda para todo.

No tardamos mucho en llegar al atraque, con la desvanecente penumbra del amanecer, todavía brillaban los rescoldos de las hogueras que iluminaban las sombras.

Aún no había empezado el bullicio de los trabajadores del muelle, con sus carretas y carros tirados por mulos y percherones, para mover las mercancías que entraban o salían de este puerto de La Habana. Vaqueros y lecheros con sus rebaños se movían hacia sus puestos de reparto, al mismo tiempo llamaba mi atención el movimiento de los uniformados guardias de vigilancia, con sus levitas blancas y botones dorados, como si estuvieran declarando la prosperidad y riqueza de la Real Compañía de Comercio de La Habana, a la que estaban sirviendo, poco a poco se empezaban a ver gentes de todas clases y condición, quizás los menos favorecidos por la fortuna, como si estuvieran buscando una oportunidad de hacer negocio o sacar beneficio de las mercancías que movían los veleros atracados.

Downfelt decidió acercarse primeramente al Real Arsenal de La Habana, conocido por los habaneros como “la fábrica de bajeles”, para contratar la compra de madera en tablas y listones de diferentes calibres, para dejar el buque arranchado antes de recibir las cargas de tabaco, azúcar y ron. Seguidamente se dirigió hacia el muelle de la Pimienta, no muy alejado del Real Astillero, en donde contrató la compra de maderas y arbustos secos de pomarrosa, almacigo y malaleuca para quemar en la bodega sobre planchas de barro cocido, e impregnar los forros del entrepuente y bodegas del olor dulce de estos arbustos con el fin de esconder o eliminar el fétido olor dejado por los esclavos durante su periplo oceánico.

Enseguida llegó el mediodía, el sol ya no era el del amanecer y el calor comenzaba a apretar, haciéndose más insufrible en esas horas en que La Habana parecía muerta desde las once hasta las tres de la tarde, por lo que Catón le insinuó a Downfelt, hacer una parada para por lo menos refrigerarse en una de las cantinas de la Cadeca, próxima al muelle de la Luz.

La Guanaiba, estaba bien anunciada con un gran cartel de madera tallada, iluminado en la noche por un fanal de ventana rebatible y mecha redonda, que sin duda habría salido del desguace de algún viejo bajel. Situada en la calle de la Muralla, ocupando los bajos de una vivienda de una planta, encalada fachada y una balconada colonial con sus visillos que escondían de ojos furtivos, la intimidad de una alcoba donde, en lances de amor, todo podría ocurrir.

La poca luz que entraba en la cantina era la justa para que el cantinero y sus jóvenes y no tan jóvenes mulatas, pudieran disimular la poca pulcritud de sus espacios y además poder esconder o disimular los pequeños chanchullos que tenían con sus clientes. Cantina que estaba frecuentada por trabajadores del puerto, sobre todo marineros en espera de poder enrolarse en cualquiera de los veleros que estaban en puerto, por militares de los regimientos de defensa de los fortines de La Habana que gastaban sus escudos de oro y reales de plata en el ron que servían las mulatas o cholas que entretenían con sus zalamerías a los ávidos clientes deseosos de aventuras, eran las jóvenes mulatas las que hacían bullir a la clientela del bochinche.

Era la primera vez en mi vida que entraba en una cantina de puerto, en donde, además de servir bourbon y ron, me consta que había o se hacían otras actividades que yo desconocía y que pude intuir en el poco tiempo que estuve en la cantina. Mientras estaba observando el interior de semejante antro, cuando me pude abstraer de todas las sorpresas que había en su interior, me di cuenta de la desaparición del Capitán y contramaestre, desaparición queme sobresaltó al verme solo y desprotegido en este antro, durante un tiempo que me pareció interminable. Mientras tanto, durante la espera, alguna de las jóvenes mulatas se me acercaron, mostrando demasiada confianza, lo que me pareció fuera de lugar, sobre todo por las caricias que me propiciaban sobre mis mejillas, que motivaban las risas de los mozos y marineros más próximos que disfrutaban de su descanso en la cantina.

No tardaron mucho en aparecer, primero Catón bajando las escaleras que descendían desde la primera planta, con el cuerpo tambaleante y congestionado de una manera poco habitual, con una sonrisa de satisfacción que nunca le había visto anteriormente. No tardó mucho más en aparecer el Capitán, parándose en lo alto de la escalera, buscando a sus muchachos, con cara seria, disimulando una satisfacción, que a mí me parecía extraña y que no alcanzaba a comprender, alrededor sonaban ruidos de taberna, conversaciones en altavoz, órdenes al mesero y más de una obscenidad dirigida a cualquiera de las mulatas de la cantina portuaria.

Ya era media tarde y el bullicio de las calles más nombradas, la de los Oficios, Mercaderes y de la Muralla, hervían de actividad, las hijas de los aristócratas, de los vegueros y ricos comerciantes competían en belleza, donaire y educación en sus cerrados quitrines, refugiadas del calor y del sol tras los visillos del carruaje, como las verdaderas joyas de la rica Habana. Las negras vestidas de muselina, descalzas y sin medias, jóvenes y viejas adornaban con su paseo la actividad de la calle en donde se vivía más que en los bohíos y barracones que todavía quedaban en la proximidad de los muelles. No faltaban entre los transeúntes los pendencieros y buscavidas en busca de su oportunidad.

En el camino de regreso, nos sorprendió el tañido de la campana mayor de la Catedral anunciando que, a las nueve de la tarde, se cerraban las puertas de la Muralla, por lo que Downfelt, apurando el paso, nos indicó el camino para proceder al muelle, en donde nos estaba esperando nuestro chinchorro, para llevarnos a bordo.

Comentarios recientes

05.10 | 14:38

Hola José, pues dime como?...como puedes ver en esta pagina he tenido varias proposiciones como la tuya, al final nadie me dice ¿como?

05.10 | 09:53

Buenas tardes, encantado de saludarte. Soy Jose
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