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EL FISCAL AUTOMATICO

Por Juan Zamora Terrés

LA VELOCIDAD DEL PRESTIGE Y EL FISCAL AUTOMATICO

07.07.2021

Me he permitido adjuntar este comentario de Juan Zamora Terrés en esta pagina web, e incluirla en la seccion de comentarios sobre el naufragio del "B/T PRESTIGE", acogiendome a la publicidad hecha por el autor en una pagina de tantas como hay en las redes sociales que tienen por objeto informar y hacer opinión, que en este caso, más que autorizada como lo confirma la categoria profesional del autor Juan Zamora Terrés, al que sigo con interes, además de valorar sus opiniones sobre temas nauticos, como este és el caso. 

En noviembre del próximo año se cumplirá el 20 aniversario del accidente y naufragio del PRESTIGE. Es probable que algunos medios escritos y audiovisuales aprovechen la ocasión para recordar lo que fue aquel malhadado siniestro, del que guardo algunos recuerdos imborrables.

El PRESTIGE, bandera de Bahamas, navegaba con rumbo sur por el dispositivo de separación de tráfico de Finisterre cuando a causa de una ola rompiente sufrió una avería estructural que le ocasionó una vía de agua. En medio del temporal, con el buque fuertemente escorado, el capitán Apóstolos Mangouras informó y solicitó ayuda a las autoridades españolas. La respuesta fue mandar un remolcador que se apostó cerca del petrolero y no actuó hasta que el armador del PRESTIGE firmó el contrato LOF con la empresa de salvamento Smit Salvage, holandesa, a la que se obligó a alejar el buque de la costa hasta el quinto pino o hasta que se hundiera. Un plan de salvamento propio de Pepe Gotera y Otilio que, disfrazados de funcionarios y cargos públicos (delegado del Gobierno en Galicia, por ejemplo, el inefable Fernández Mesa), cogieron el mando de las operaciones y ejecutaron una chapuza colosal: convirtieron un accidente en una catástrofe de centenares de millones, hasta cuatro mil y más allá según el cálculo a bulto del fiscal García.

Detuvieron al capitán del petrolero, un profesional intachable al que acusaron de desobediencia (?) y de un supuesto delito ecológico basado en que Mangouras pasaba por allí y los Pepe Gotera y Otilio necesitaban un chivo expiatorio que pagara el estropicio. Y le procesaron junto al jefe de máquinas, del que nadie sabe todavía por qué, y junto al director general de Marina Mercante que tuvo que lidiar con el siniestro, José Luis López-Sors.

Con la pompa y boato que el acontecimiento requería, diez años después del accidente se inició en La Coruña la vista oral que culminaba el fatigoso proceso penal puesto en marcha por la atolondrada denuncia que un funcionario a las órdenes de Pepe Gotera (o de Otilio, no puedo precisar) presentó ante la Guardia Civil. Y ahí llego a la escena inolvidable.

Una sala blanca habilitada ad hoc para la celebración del juicio. Cámaras para retransmitir el evento. Más de sesenta abogados en representación de los acusados y de cuantos intereses se habían sentido perjudicados por el fuelóleo derramado desde los tanques del PRESTIGE. Un tribunal presidido por la figura imponente de un magistrado con personalidad sobrada para vestir la toga a su manera. La zona habilitada para el público a rebosar de gente expectante. Y el fiscal, un joven de pelo ensortijado, dispuesto a demostrar al mundo su valor. El muchacho quizás se imaginó en aquel escenario como el paladín de la Justicia, el campeón de la Verdad, el héroe ‘Solo ante el peligro’, el alcalde soñador de ‘Bienvenido míster Marshall’, el William Manny de la parte final de ‘Sin perdón’. El protagonista, al fin.

Tras los prolegómenos que exige el procedimiento, empieza finalmente la función. Le toca al fiscal iniciar el interrogatorio del primer acusado, el capitán de la marina mercante griega Apóstolos Mangouras. Con la voz que tal vez había ensayado ante el espejo, el fiscal coge la palabra y clama:

  • Dígame, señor Mangouras, en el momento del accidente ¿llevaba puesta el buque la velocidad automática?

Al capitán le traducen la pregunta (luego supe que los traductores no estaban versados en el lenguaje náutico, lo que hacía lenta y enrevesada su labor), no comprende lo que le están preguntando, mira a su abogado, José María Ruiz Soroa, vuelve la cara al público buscando una respuesta, se remueve en su silla y con la voz tímida que caracteriza a los marinos orgullosos de la mar e incómodos ante la burocracia, contesta:

  • No entiendo lo que me está preguntando. No sé qué es eso de la velocidad automática…

El fiscal interpreta erróneamente la humildad de Apóstolos Mangouras, se crece, barrunta que ha hecho presa y eleva aún más la voz engreída:

  • ¡Claro que lo sabe! Le vuelvo a preguntar, conteste sí o no. ¿Llevaba el PRESTIGE la velocidad automática cuando se averió?

Por el rostro de Mangouras asoma un rictus de ese pánico que provoca la locura, lo incomprensible, la nada. Mira a un lado y a otro, duda, se acerca al micrófono y explica:

  • Verá usted, la velocidad de un buque depende de la potencia de la máquina, del tráfico en la zona…

El fiscal, inflado hasta la necedad, se imagina que tiene al acusado cogido por donde más duele y le interrumpe con brusquedad.

  • ¡Eso ya lo sabemos! ¡Usted conteste la pregunta! ¿Llevaba el buque a su mando la velocidad automática, si o no? ¡La respuesta es muy sencilla!

Mangouras ya no sabe donde mirar, no entiende que espectáculo es aquel, de dónde ha salido el ignorante que le pregunta, y qué le pregunta, ¿velocidad automática? Nunca ha oído hablar de la velocidad automática de un buque mercante. Los espectadores empezamos también a no saber qué estaba pasando, cruzábamos miradas incrédulas y compartíamos con el capitán del PRESTIGE el malestar por la actuación deleznable del fiscal. Tampoco nosotros, algunos marinos que habíamos mandado barco durante años, sabíamos qué demonios era la velocidad automática y por qué aquel indocumentado interrogaba con tanta saña a un viejo, digno y excelente profesional, un capitán que había evitado el naufragio del petrolero la tarde del 13 de noviembre de 2002 y que había acertado en todas las medidas que tomó o propuso para evitar la desgracia.

En la sala reinaba el silencio espeso que suele acompañar a los instantes de desconcierto. Y fue José María Ruiz Soroa, el gran defensor de los hombres del mar, el doctor en Derecho que sin ser marino posee mayores y mejores conocimientos de la mar y de los barcos, la persona admirable por su inteligencia y su nobleza, quien se apiadó del fiscal y con la sencillez de los sabios abrió el micrófono y dijo:

  • Con la venia, señoría. Creo que el fiscal está confundido, lo que quiere preguntar es si el buque llevaba puesto el piloto automático.

Estalló el alivio en la sala. Mangouras esbozó un amago de sonrisa al tiempo que sus ojos recobraban la serenidad. Yo confieso que sentí rabia y mucha pena por el fatuo que ejercía de fiscal, traicionado por la soberbia y el ansia de notoriedad.

  • No, claro que no. En medio de un temporal se desconecta el piloto automático y se pone el timón a mano -explicó Apóstolos Mangouras.

Meses más tarde, al final del juicio, todavía con el ánimo maltrecho por el ridículo insuperable del primer día, el fiscal, en un penoso discurso, pidió 12 años de cárcel para Apóstolos Mangouras, la misma pena que solicitaba al inicio de la vista oral. Varios meses de interrogatorio a testigos, peritos y expertos; miles de folios con información de los hechos; y los discursos de los cuatro letrados que sabían de qué hablaban no consiguieron vencer los prejuicios del fiscal García. Seguía sin enterarse de nada, impermeable y agarrado como una lapa al acusado Apóstolos Mangouras, el capitán que no había querido confesar si el buque a su mando llevaba o no llevaba la velocidad automática.

 

COMENTARIO de Rafael Rodriguez Valero

A  La velocidad del PRESTIGE y el Fiscal automatico

Exdirector General de la M.M.

Hace unos días, NAUCHERGlobal publicó un artículo escrito por Juan Zamora titulado ‘La velocidad del PRESTIGE y el fiscal automático’, en el cual se ponía en evidencia la falta de conocimiento y rigurosidad que rodeó esta tragedia marítima. En esta ocasión, Juan Zamora tocaba a la Administración de justicia a través de un togado con puñetas en las bocamangas.

En el siniestro marítimo del PRESTIGE coincidieron dos circunstancias que están en la raíz de las causas visibles que provocaron el accidente. En primer lugar, la falta de autoridad en la gestión de la emergencia por parte de quien tenía la competencia y la responsabilidad. Y en segundo lugar, el miedo y la insolidaridad de las autoridades políticas cuyos puertos, radas o rías eran susceptibles de dar cobijo al petrolero, que se negaron a permitir el refugio del buque y después fueron los primeros en criticar el plan de salvamento que ellos habían obligado.

Por lo general, los accidentes marítimos suscitan grandes debates y controversias, con todo tipo de opiniones, unas más acertadas que otras, y con un ruido de fondo (el foro de los tribunales populares), que suele confundir y muchas veces intoxicar a la opinión pública, poco versada en la complejidad de los buques y de la navegación.

El delirio de incompetencias en la gestión del desventurado petrolero fue de tal calibre que despertó el peor cainismo de una determinada partidocracia que, al olor de la sangre, activó sus terminales mediáticas y durante meses difundió por la sociedad la versión del accidente que convenía a sus propósitos. Un éxito, sin duda, de la propaganda informativa.

Mientras el buque permaneció a flote, contaminando mares y costas, se tomaron muchas decisiones erróneas que se transformaron un siniestro marítimo en una tragedia medioambiental, social, económica, política e internacional. Desde los organismos marítimos internacionales se señaló a España, tal vez de manera injusta, como un país con graves deficiencias operativas en el tratamiento de los accidentes marítimos.

No cabe duda que para liderar una emergencia marítima se necesita establecer un plan de actuación y contar con un equipo de profesionales que asesoren y coordinen los efectivos participantes; y que la autoridad marítima posea los conocimientos técnicos imprescindibles y la personalidad suficiente para tomar las mejores decisiones. Pero no hubo nada de todo eso en el siniestro del PRESTIGE.En medio de las tensiones de una emergencia, surgen presiones interesadas desde todos los flancos. La única forma de hacer frente y acallar esas presiones consiste en actuar con base a sólidos conocimientos náuticos y técnicos, con decisiones meditadas que no tengan en cuenta las coacciones políticas, que por cierto son muchísimas y algunas impensables.

Cuando ocurren accidentes marítimos que generan alarma entre la opinión pública y los altos cargos del Ministerio (que no tienen responsabilidades, ni firman documento alguno), intuyen que pueden verse afectados, se ponen nerviosos, algunos hasta la histeria, y aflora en ellos el espíritu intervencionista de mandar. En ese momento es cuando empieza a torcerse todo y los errores se suceden sin pausa. El resultado es trágico.

Sostengo que en el siniestro del PRESTIGE, uno de los errores más graves fue perder el control de la situación y resignarse sin oposición a las órdenes de quienes, ignorantes, estaban incapacitados para darlas.

Voluntarios limpiando el derrame del PRESTIGE

La incompetencia alcanzó tal grado de magnitud que, cuando salían hablando por la televisión, unos confundían la latitud con la longitud, otros justificaban con palabrería hueca la orden de alejar el barco con destino a ninguna parte, todos parecían competir por quien decía la mayor barbaridad. En fin, todo un sinsentido montado por unos políticos carentes del más mínimo conocimiento de la mar. 

Ante un siniestro marítimo, de acuerdo con la normativa vigente, el director general de Marina Mercante nunca debería convertirse en el estafermo de unos políticos carentes de entendimiento marítimo –algunos  con una epidermis facial a prueba de toda dureza Brinell- llenos de prepotencia, acostumbrados a la demagogia rastrera, a hablar sin decir nada y resolver menos. Su ignorancia alcanza cotas tan altas que ni siquiera son conscientes de que un accidente marítimo conjuga muchas variables, de clases muy diversas, que requieren profundos conocimientos prácticos y técnicos para su comprensión.

Si a quien tiene la responsabilidad final de la gestión de la emergencia no se le tiene en cuenta debería dimitir de su cargo, y hacerlo público. Una persona está obligada a asumir sus propias decisiones, no las que le imponen otros, a no ser que quien ocupe el cargo carezca de los conocimientos técnicos exigibles y se mueva en un mar de dudas. Porque una vez producido el desastre, todos aquellos que mandaban y decidían en medio de la histeria se echan atrás, miran hacia otro lado y declaran, impávidos: yo no sé nada de eso… no lo recuerdo… yo sólo atendía lo que el director general me transmitía, que es quien tiene los medios y los conocimientos.

Luego vienen los largos y cansinos años del inevitable procedimiento judicial (en el caso del PRESTIGE, por vía penal, contra el capitán del buque y contra el director general de Marina Mercante) y entretanto aquellos que movieron los hilos para forzar las decisiones erróneas continuarán tan ricamente en sus cargos políticos, o a la espera del nuevo destino dorado.

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05.10 | 09:53

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